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Más que ningún otro país, Guyana encarna la paradoja entre las secuelas del cambio climático y el atractivo económico de la industria petrolera.
Basjit Mahabir no me deja entrar.
Estoy tratando de convencer a Mahabir de que abra la reja cerrada con candado de la finca Wales, donde vigila los restos desvencijados de una fábrica rodeada de kilómetros de campos de caña de azúcar sin cultivar. El cultivo y la molienda del azúcar de esta plantación, a unos 16 kilómetros de Georgetown, la capital de Guyana, concluyó hace siete años y algunas partes del complejo han sido vendidas como chatarra.
Tengo mis argumentos. “Aquí vivía yo cuando era niña”, digo. “Mi padre dirigía el laboratorio de campo”. Mahabir es amigable, pero firme. No lograré entrar.
Estas ruinas son lo que queda de una industria azucarera que, después de enriquecer a los colonizadores británicos durante siglos, fue el indicador de la riqueza del país cuando obtuvo su independencia.
Ahora se prevé que esta finca se convierta en parte del auge más reciente de Guyana: una fiebre de petróleo que está reconfigurando el futuro del país. Esta nación alejada de las rutas más conocidas, con una población de 800.000 habitantes, está en la vanguardia de una paradoja global: aun cuando el mundo se compromete a dejar de emplear combustibles fósiles, los países en desarrollo tienen muchos incentivos a corto plazo para duplicar su uso.
Antes del petróleo, los extranjeros iban a Guyana a hacer ecoturismo atraídos por los bosques tropicales que abarcan el 87 por ciento de su territorio. En 2009, la iniciativa de combatir el calentamiento global convirtió esto en un nuevo tipo de moneda cuando Guyana vendió créditos de carbono por un total de 250 millones de dólares, fundamentalmente con la promesa de mantener ese carbón almacenado en los árboles.
Seis años después, Exxon Mobil descubrió un tesoro de petróleo bajo las aguas costeras de Guyana. De inmediato, esta empresa y sus socios del consorcio, Hess Corporation y China National Offshore Oil Corporation, comenzaron la extracción a una velocidad inaudita. Este petróleo, el mismo que en la actualidad se quema principalmente en Europa, está produciendo más emisiones a nivel global, al igual que una riqueza colosal.
Se prevé que, para fines de esta década, este descubrimiento se convierta en la principal fuente de ingresos de Exxon Mobil. El acuerdo que lo hizo posible —y que le otorgó a Exxon Mobil la mayor parte de las ganancias— ha sido un tema de indignación pública y hasta de una demanda, y el consenso aparente es que Guyana salió perdiendo. No obstante, hasta ahora, el acuerdo le ha generado al país 3500 millones de dólares, más dinero del que haya visto, considerablemente más de lo que obtuvo por conservar árboles. Es suficiente para trazar un nuevo destino.
El gobierno ha decidido ir en pos de ese destino invirtiendo todavía más en los combustibles fósiles. La mayor parte de las ganancias inesperadas por el petróleo disponibles en su erario se usarán en la construcción de carreteras y otro tipo de infraestructura, en especial un gasoducto de más de 240 kilómetros para transportar gas natural y generar electricidad.
El gasoducto pasará por la finca Wales para llevar el gas a una central eléctrica y a una segunda planta que usará los derivados para producir gas para cocinar y fertilizantes. Con un costo de más de 2000 millones de dólares, es el proyecto público de infraestructura más caro en la historia de Guyana. Se alberga la esperanza de que el país pueda desarrollarse a nivel económico con un suministro previsible y abundante de energía barata.
Al mismo tiempo, el cambio climático se cierne sobre las costas de Guyana; se prevé que la mayor parte de Georgetown quede bajo el agua para el año 2030.
Los países como Guyana están atrapados en una lucha entre las consecuencias de la extracción de combustibles fósiles y los incentivos para llevarla a cabo. “Desde luego que estamos hablando de países en desarrollo, y si todavía necesitan desarrollarse mucho a nivel social y económico, entonces es difícil exigirles que prohíban los combustibles fósiles en su totalidad”, señaló Maria Antonia Tigre, directora del Sabin Center for Climate Change Law de la Universidad de Columbia. Aun así, insistió, “estamos en un momento de la crisis climática en que a nadie se le puede otorgar ninguna concesión.
Durante varios siglos, las potencias extranjeras establecieron los términos para esta franja de Sudamérica en el océano Atlántico. Los británicos, quienes fueron los primeros en tomar posesión en 1796, trataron a esta colonia como una enorme fábrica de azúcar. Traficaron esclavos procedentes de África para que trabajaran en las plantaciones y luego, después de la abolición de la esclavitud, hallaron un remplazo despiadadamente eficaz con la contratación de trabajadores no abonados, en su mayoría procedentes de India. Mahabir, quien trabajó cortando caña la mayor parte de su vida, es descendiente de esos trabajadores no abonados, al igual que yo.
Hace 57 años, el país se liberó de sus grilletes imperiales, pero la democracia genuina tardó más tiempo en llegar.
No fue sino hasta la década de 1990 que Guyana celebró sus primeras elecciones libres e imparciales, comenzaron a surgir las instituciones de la democracia, como un sistema judicial independiente, y la legislatura aprobó una serie de leyes ambientales muy sólidas.
Ahora que ha llegado Exxon Mobil para extraer un nuevo recurso, algunos defensores de la democracia y el medioambiente consideran que esas protecciones están amenazadas. Señalan al gigante de los combustibles fósiles, el cual recibe ingresos globales diez veces mayores al producto bruto interno de Guyana, de ser una nueva especie de colonizador, y han demandado a su gobierno con el fin de presionarlo a hacer cumplir sus leyes y disposiciones.
Vickram Bharrat, ministro de Recursos Naturales, defendió la vigilancia que ejerce el gobierno sobre el gas y el petróleo. “No existen pruebas de inclinación a favor de ninguna corporación multinacional”, dijo. En un comunicado, Exxon Mobil señaló que su trabajo en el proyecto de gas natural “ayudaría a ofrecerles a los consumidores guyaneses electricidad confiable y de bajas emisiones a base de gas”.
El mundo se encuentra en una seria coyuntura y Guyana está en la intersección. Este país es un puntito diminuto del planeta, pero el descubrimiento de petróleo ahí ha planteado preguntas de una importancia enorme. ¿Cómo se puede lograr que los países ricos rindan cuentas de sus promesas de dejar de usar los combustibles fósiles? ¿Las instituciones de una democracia débil pueden mantener bajo control a las grandes corporaciones? ¿Y qué clase de futuro les está prometiendo Guyana a sus ciudadanos mientras apuesta por materias primas que la mayor parte del mundo está prometiendo dejar de usar?
Los fantasmas del pasado
Hace un año, un hotel en Georgetown, con el afán de aprovechar el nuevo dinero del petróleo, al igual que muchos otros, organizó un evento de cata de ron y cobró 170 dólares por persona. Yo había estado intentando, sin éxito, entrevistar a los altos directivos de Exxon Mobil en Guyana. Cuando escuché rumores de que asistiría su director nacional, compré un boleto y, aunque él no se presentó, me pude sentar con su círculo más cercano.
Uno de los organizadores del evento pronunció un discurso en el que evocó una época en la que “BG”, la abreviatura de British Guiana (Guyana Británica), el nombre del país en la época colonial, también se usaba para referirse a “Booker’s Guiana” (la Guyana de Booker, la mayor empresa de la industria azucarera en Guyana). Ahora, este orador hablaba con toda naturalidad de “la Guyana de Exxon”.
Booker McConnell era una empresa multinacional británica fundada originalmente por dos hermanos que se enriquecieron gracias al azúcar y a las personas esclavas. En algún momento, la empresa fue propietaria del 80 por ciento de las plantaciones azucareras en la Guyana Británica, entre ellas, la de la finca Wales. El ejecutivo de Exxon Mobil que estaba sentado a mi lado no sabía nada de esto y se ruborizó cuando le dije que el orador acababa de inscribir a su empleador en una larga lista de colonialismo corporativo.
El país obtuvo su independencia en 1966, pero los gobiernos británico y estadounidense manipularon la llegada al poder del primer dirigente guyanés, Forbes Burnham, un abogado negro al que consideraron más manipulable que Cheddi Jagan, el hijo radical de unos trabajadores indios de una plantación, quien era considerado como una amenaza marxista. Pero Burnham se volvió cada vez más dictatorial y, en un giro del destino geopolítico, socialista.
Tras la independencia, Booker seguía siendo propietario de la finca Wales, pero a mediados de la década de 1970, Burnham tomó el control de los recursos del país: nacionalizó la producción azucarera y la explotación de bauxita. Al igual que otras antiguas colonias, Guyana quería romper con el imperialismo tanto económico como político.
Burnham impulsó la idea de la independencia económica hasta el punto de prohibir las importaciones. Sin embargo, Guyana no contaba con las granjas ni las fábricas para satisfacer la demanda, así que el pueblo tuvo que recurrir al mercado negro, hacer filas para recibir alimentos racionados y pasar hambre.


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