Trump domina el Partido Republicano, y eso afecta a todos los estadounidenses

Con las victorias de Donald Trump el martes, está cerca de conseguir los 1215 delegados necesarios para ganar la nominación presidencial del Partido Republicano.

Lo que queda es una formalidad. El partido se ha convertido en un instrumento para las ambiciones de Trump y, con la salida de Nikki Haley, es casi seguro que será su abanderado por tercera vez.

Es una tragedia para el Partido Republicano y para el país al que pretende servir.

En una democracia sana, los partidos políticos son organizaciones consagradas a elegir políticos que comparten un conjunto de valores y aspiraciones legislativas. Funcionan como parte de la maquinaria de la política, trabajan con los funcionarios electos y las autoridades para que se celebren las elecciones. Sus integrantes externan sus diferencias al interior del partido para reforzar y afinar sus posturas. En la democracia bipartidista estadounidense, republicanos y demócratas se han alternado periódicamente la Casa Blanca y han compartido el poder en el Congreso, un sistema que se ha mantenido estable por más de un siglo.

El Partido Republicano está renunciando a todas esas responsabilidades y, en su lugar, se ha convertido en una organización cuyo objetivo es la elección de una persona a expensas de cualquier otra cosa, incluida la integridad, los principios, la política y el patriotismo. Como individuo, Trump ha demostrado un desdén por la Constitución y el Estado de derecho que hace que no sea apto para ocupar la presidencia. Pero cuando todo un partido político, en particular uno de los dos principales partidos de un país tan poderoso como Estados Unidos, se convierte en una herramienta de esa persona y de sus ideas más peligrosas, el daño afecta a todos.

La capacidad de Trump para consolidar el control del Partido Republicano y derrotar con rapidez a sus contrincantes para la nominación se debe en parte al fervor de una base de partidarios que le han dado victorias sustanciales en casi todas las primarias celebradas hasta ahora. Sin embargo, su ventaja más importante tal vez sea que quedan pocos líderes en el Partido Republicano que parezcan dispuestos a defender una visión alternativa del futuro del partido. Quienes siguen oponiéndose a Trump de manera abierta son, en su mayoría, aquellos que han dejado sus cargos. Algunas de esas personas han dicho que temían hablar porque se enfrentaban a amenazas de violencia y represalias.
En unas primarias presidenciales tradicionales, la victoria indica un mandato democrático: el el ganador disfruta de la legitimidad popular, conferida por los electores del partido, pero también admite que los rivales derrotados y sus opiniones encontradas tengan espacio en el partido. Trump ya no lo tiene, pues ha utilizado las primarias como una herramienta para purgar la disidencia del partido. Los aspirantes republicanos que salieron de la contienda han tenido que demostrar su lealtad a él o arriesgarse a ser marginados. Su última rival republicana, Haley, es una dirigente con una trayectoria conservadora de décadas y quien formó parte del gabinete de Trump en su primer mandato. Ahora la ha aislado. “Esencialmente es una demócrata”, dijo el expresidente el día antes de su derrota en Carolina del Sur. “Creo que probablemente debería cambiar de partido”.